Retegui, o el Chapa para el mundo hockey, no hace lo que otros colegas suyos. No le escapa a la comparación, quizás hasta la fomente y la disfrute. Alguien lo chicanea con el Maradona de México y la Aymar de Rosario, y él no duda: “Lucha va a jugar mejor que Maradona en el 86”, dispara, sin duda ni medias intenciones. Cuenta el Chapa que no hay caso, que a veces la ve volar. Y que en las prácticas él suele agarrar su palo y meterse en la cancha, como cuando era jugador, para ver de cerca si lo que se ve de afuera es cierto. Y dice que no hay caso, que no la puede parar, que es demasiado. Como los mitológicos entrenamientos de Maradona y sus botines eternamente desatados, cuando los testigos privilegiados juraban que hacía cosas sobrenaturales, Aymar también tiene su propia leyenda de entrecasa.
Y las analogías continúan. Lucha luce fina y atlética -una marca que la acompaña siempre-, como aquel Diego de México. Luis Bruno Barrionuevo, preparador físico de Las Leonas, la destaca como una atleta privilegiada. “Su físico no tiene 33 años, es una decatleta excepcional”, señala. Y puertas adentro, el cuerpo técnico tiene una meta: que Lucha juegue el mejor hockey de su vida, como si todo lo anterior no fuera otra cosa que un maravilloso preámbulo de algo aún mejor. Nadie se pregunta por acá por qué el Mundial no se hizo en Amsterdam aprovechando a esta Holanda referente actual del hockey; o por qué no fue a Sydney detrás de la historia de Australia, o a Beijing o Shangai aprovechando el imparable poderío económico de China. Todos saben por qué la elegida fue Rosario. Todos saben que la única razón fue Luciana Aymar. El estadio está a 15 cuadras de la casa de su infancia, en el barrio de su escuela primaria, a la vuelta del club -el Jockey- que la llevó a la fama. Lucha tiene el extraño privilegio de que en una ciudad llena de imágenes y embajadores, que tiene como hijos pródigos al Paraná, a la Bandera, al Che, a los Negros Olmedo y Fontanarrosa, hoy la adopte a ella como mural y monumento. Por encima de la rivalidad eterna de Canallas y Leprosos, Aymar opaca por unos días hasta a la palomita de Poy y las locuras de Bielsa.
Por todo, ganar el Mundial en su patio no sólo cerraría un círculo de manera brillante. Es algo que ni Maradona logró y quizá no imaginó siquiera: jugar una Copa del Mundo, la madre de todas las batallas, en la mismísima Fiorito.
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